Tras los pasos de la Duquesa de Sagan


El año que viene hará dos siglos de que una mujer de 32 espléndidos años pusiera su casa, su ingenio, su talento y su formidable capacidad de manipulación al servicio de algo que no muchos meses después daría lugar a que Europa sea como es, y no como bien habría podido ser. Esa mujer, que para los partidarios de la objetividad era extremadamente inteligente, muy culta -hablaba ocho idiomas-, resuelta, implacable, generosa e independiente a un grado impensable para una señora de su tiempo -ayudaba lo suyo el que fuera la mujer más adinerada de la vieja Europa-, y para el conjunto de los biempensantes de su época el mayor pendón del continente -sólo estaban de acuerdo los unos y los otros en que era un regalo para la vista-, se llamaba Kateřina-Wilhelmine von Biron; era hija de un duque ruso y una princesa prusiana, si bien nunca se consideró a sí misma de ninguna parte, ya que su inmenso patrimonio se repartía entre Prusia y los imperios ruso y austriaco. Para la historia rusa es una gran duquesa rusa, para la polaca es una princesa polaca, para la prusiana una duquesa prusiana y para la checa, la que más da en el clavo, una duquesa checa; da en el clavo porque aquella gran mujer era muy traviesa, y le gustaba cabrear a su amante más notorio -el Kanzler Metternich- firmando con su nombre y su título en checo, pese a que por entonces la lengua checa fuera propia de súbditos miserables y paupérrimos: Vévodkyně Zaháňská, lo cual, puesto en español, equivale a Duquesa de Sagan (en alemán, la lengua en que se le dedican más biografías, es Herzogin von Sagan).



La Duquesa de Sagan dejó un rastro muy profundo en la historia de la Europa Central, un rastro que hace un par de años mi mujer y yo decidimos seguir para mejor documentar una historia. El rastro comienza en Mariánské Lázně, atraviesa Chequia y Polonia, y termina en Berlín, aunque si queréis leer los topónimos tal y como eran hace dos siglos debería decir que cruzaba Bhöm (Bohemia), recorría Schlesien (Silesia) y terminaba en la capital de Preussen (Prusia), la nada excitante Berlín del muy excitante 1813. 

Nuestro viaje comenzó en München. Debo explicar que mi mujer trabaja en una multinacional de la IT, y que por tanto no padece unas vacaciones excesivamente largas. A eso se debe que nos citemos en algún aeropuerto donde a su debido tiempo aparezco desde Madrid, para comenzar nuestras vacaciones en común y terminarlas diez o quince días después en algún otro aeropuerto. Lo hacemos así desde que dejé mi última nómina mercenaria, y lo cierto es que hasta hoy no nos hemos llevado ningún disgusto.

El rastro de la Vévodkyně Zaháňská comenzaba en lo que hoy se llama Mariánské Lázně. Es una ciudad-balneario no muy grande que ha conocido tiempos mejores y que poco a poco se va poniendo al día. Disfruta un microclima muy benigno y unos manantiales medicinales capaces de curar casi todos los males que nos aquejan como especie; será o no verdad, pero las señoras dicen que unos días allí les resuelve para meses el estreñimiento contumaz, y los caballeros afirman que de ciertos manantiales -los que brotan en los hoteles más caros- mana viagra en estado líquido. Sea o no verdad, hace 300 años Mariánské Lázně era una de las ciudades más de moda de la Bohemia occidental, al punto que rara era la familia con posibles que no se construía un casoplón en las proximidades. El del Fürst Metternich era de los más imponentes, y más de una vez cobijó al Canciller y a la Duquesa. Por entonces Chequia no existía. Existían Bohemia y Moravia; llevaban siglos asociadas al imperio austriaco, al punto que allí se hablaba el mejor alemán del Sacro Imperio. Mariánské Lázně se llamaba entonces Mariembad, y así siguió a lo largo de los siglos, hasta que en 1919 pasó a llamarse como hoy. Salió de las dos guerras mundiales bastante indemne, aunque no de los gobiernos comunakas que asolaron el país entre 1949 y 1989. Su esplendor y su grandeza se vinieron abajo, la falta de mantenimiento dejó los edificios hechos una pena -los que no se cayeron-, y los prestigiosos balnearios se convirtieron en una especie de Parque Sindical para el abschaum, con resultados catastróficos. El cese del comunismo, la integración en la UE y, sobre todo, el regreso de los alemanes, ha inyectado no ya considerables cantidades de dinero, sino un renovado interés en volver a tomar unas aguas que, como es natural, se han puesto carísimas. De todos modos no se ha llegado al paroxismo, así que pasar un par de días en Mariánské Lázně / Mariembad -las autoridades miran hacia otro lado ante los cada vez más frecuentes cartelones que devuelven a la ciudad su nombre austroprusiano; para gran fortuna del país, los talibanes de la lengua se hallan, allí, en franca retirada- sale pero que muy a cuenta, por lo estupendos que son los hoteles, lo bien que se come -y lo bien que lo otro además de lo otro, gracias a los respectivos manantiales- y lo maravillosamente relajante que resulta pasear por sus avenidas y sus parques. No os la perdáis.


Balneario municipal; pasear por la galería es gratis

Balneario municipal; inmortalizado en cantidad de películas
En vez de campanas que dan la hora lo hace un surtidor, con gran éxito de público
El supercojotel; en temporada baja, menos que un dos estrellas de la Costa Brava
El Balneario desde el parque
El parque; está cuidado hasta la exageración
La plaza frente al balneario; excelente lugar donde los haya para conocer gente amistosa
Entre Mariembad y Praga se alza Karlovy Vary, la vieja Karlsbad del Imperio Austriaco. En su parte más antigua (y más próspera) es otra ciudad balnerario, como Mariembad, pero padece una parte nueva de tipo industrial y origen comunista a la que no le sentaría mal un buen terremoto. Por fortuna para los más de 50.000 habitantes las dos partes están muy bien diferenciadas, de modo que un turista poco dado al cotilleo no llegaría ni a enterarse de que hay dos Karlsbad. La vieja, la que justifica ir a Chequia en coche y perderse felizmente por las carreteras de la Bohemia occidental, es un prodigio de belleza urbana, exquisitamente bien cuidada y mantenida (no vimos un solo graffiti), con hoteles excelentes repartidos a izquierda y derecha del río que atraviesa la ciudad (Teplá, me parece que se llama), alternando con balnearios, restaurantes y tiendas en las que hay de todo, desde joyerías y boutiques carísimas hasta unos grandes almacenes de ropa y cacharros rusos de sorprendente buen aspecto y precios asombrosos. Justo donde acaba la ciudad, en el recodo que forma el río para internarse en un desfiladero, se alza el hotel Pupp, donde no deberíais dejar de ir al menos una noche (es un establecimiento prodigioso, pero fuera de temporada no cuesta más que un Novotel). Data de 1704, y hasta donde sé lo dirige un descendiente del fundador, Herr Johann Pupp. La Vévodkyně Zaháňská venía cada año entre 1807 y 1820 a dejarse torturar dos o tres semanas (la lista de martirios, que te la entregan con las llaves, haría las delicias de cualquier masoca), tras lo cual dejaba el hotel con diez años menos en las cuadernas, o eso decía ella. El hotel no es que se conserve como hace 200 años, pero el gran salón 'de primera clase' conserva las formas y lo esencial del mobiliario (y las lámparas, y las alfombras, y los cuadros); no ha cambiado gran cosa en relación a cómo estaba el 24 de junio de 1815, cuando llegó a Karlsbad la noticia de la victoria de Wellington en Waterloo, lo cual en absoluto alteró la prodigiosa flema de laVévodkyně Zaháňská, pese a ser más o menos notorio que Lord Wellington era el más reciente caballero de los muchos que se arrastraban a sus pies. Fuera como fuese, mi mujer y yo nos tomamos ahí mismo una copa del champagne que nos dijeron bebía ella, y sabía bastante mejor que las repugnantes aguas de los exquisitos manantiales del hotel.


Karlovy Vary, vista panorámica (tomada de la Wikipedia)

El Teplá y la ciudad a los lados
El Pupp
Panorama desde el Pupp
Paisaje urbano desde el río
Praga está a unos 60 km de Karlovy Vary por una autopista de las nuevas, de las que florecen por todas partes. En 1989, cuando el gobierno comunista de lo que aún era Checoslovaquia izó bandera blanca, el país estaba en bancarrota. Las infraestructuras se caían a pedazos, las ciudades estaban de pena, cubiertas de contaminación y de mierda de lustros, la industria daba una mezcla de risa y lástima, el turismo que llegaba no era ni de alpargata (Checoslovaquia era tras la DDR el país de mayor nivel de vida del Comencon) y sólo tres actividades se mantenían boyantes: la fabricación de armas (las maravillosas pistolas CZ y los prodigiosos fusiles AK-47 están muy acreditados en casi todas las organizaciones delictivas), el contrabando de cerveza y la prostitución, si bien ésta no para el consumo interno, sino para el fronterizo, del lado de la opulenta BRD; sucedía que entre los puestos aduaneros de los dos países se alzaba una tierra de nadie uniformemente boscosa, de dos o tres kilómetros de longitud, donde las esforzadas meretrices checas, de toda la vida apreciadísimas en Austria y en Alemania, aparcaban sus roulottes (de materiales raros, construidas en la DDR por los mismos que hacían los Trabant) y vendían en unos pocos marcos lo que si se comprara en München o en Regensburg costaría entre veinte y treinta veces más. La vida era muy dura y se subsistía como buenamente se podía, pero en esto llegó noviembre de 1989 y el mundo checo empezó a cambiar.

Veintidós años después Chequia, felizmente segregada de Eslovaquia (en el pasado no se podían ni ver; los checos son básicamente germánicos y los eslovacos tienen más de eslavos que de otra cosa, pero desde que partieron peras se llevan mejor que nunca; da que pensar, ¿verdad?), se parece tanto a la del 89 como la España de hoy a la del 75. La prosperidad se palpa en todas partes, a la industria se la ve rozagante (sobre todo al grupoŠkoda, que fabrica nuestros Ibizas y nuestros Toledos, además de uno de cada dos taxis españoles) y el país flota en una progresiva marea de turismo del bueno, el que viene a dejarse la pasta 'pero bien'. Buena culpa de lo último la tiene Praga, resurgida una vez más de sus cenizas (ni de lejos es la primera vez; los hunos pasan, los bárbaros también, y los turcos, y los austriacos, y los españoles, y los franceses, y los prusianos, y los nazis, y los gringos, y hasta el Pacto de Varsovia, pero los checos, y sobre todo las checas, siempre acaban sacando la cabeza), más limpia, ordenada y esplendorosa que nunca en los últimos cien años, y como es natural horrorosamente cara. 

Si se visita una agencia de viajes para organizarse un viaje a Praga, los precios comienzan dando miedo. Peor aún es si uno es un ILT (Individual Leisure Traveller o individuo que viaja solo o en pareja por simple placer; es un palabro que conviene saberse a la hora de buscar gangas en la red), pues los precios de los hoteles se muestran disuasorios, pero si se sabe buscar, no se desfallece y se anda bien de paciencia, poco a poco afloran las 'ofertas especiales', a menudo de 'prepago' pero que permiten conseguirse habitaciones magníficas en modernos hoteles de 4* en las orillas del Moldava y a precios perfectamente competitivos con los ofrecidos a los desgraciados españoles para los 3* situados en nuestras costas mediterráneas (los precios netos que se ofrecen en las agencias escandinavas, alemanas y británicas tienen poco que ver con los que vemos nosotros, una vez empiezas a rascar en los 'paquetes' y en las 'ofertas especiales'). Si se hace así, en Praga y en cualquier parte, recorrer Europa en gran estilo sale por lo mismo que recorrer España en medio estilo. Por lo demás, y en nuestra experiencia familiar, en Praga se come prodigiosamente a precios más asequibles que los de Madrid, de modo que la cuestión económica no debería disuadirnos de viajar como señores por esos mundos de Dios; cuando menos, por los europeos. En cuanto a los idiomas, sin problemas: en Alemania, Chequia y Polonia todo el mundo que merece la pena cuando menos entiende inglés; el francés, en cambio, va de capa caída, lo que quizá haga pensar a los que se rindieron a los encantos de Madame Morales que apostaron por el mal caballo, pero la vida es como es y eso ya no tiene solución.

La Duquesa de Sagan dejó una gran huella en Praga, pero ésta yace sepultada bajo las incontables maravillas que la ciudad ofrece a quienes las sepan apreciar, que para empezar son los que se han preocupado de aprender un poquito de su historia antes de lanzarse a viajar. El schlossKurland, su residencia de 1807, ya no existe, como tampoco el hôtel Waldstein, donde instaló su salon litteráire en el otoño de 1813, ni el extinto caserón donde montó a sus expensas el hospital de convalecientes donde miles de soldados rusos, ilíricos, checos, prusianos, sajones, eslovacos, bosnios, húngaros y austriacos, así como no pocos franceses, se enamoraron hasta las trancas de la dulcísima belleza que les cambiaba los apósitos y les susurraba con exquisita dulzura (si susurraba; dice la historia que cuando levantaba la voz causaría sensación en cualquier regimiento prusiano) palabras de consuelo y alivio en francés, alemán, italiano, eslovaco, checo, polaco y ruso (el inglés lo guardaba para ocasiones mejores). No es demasiado lo situado a la vista, pero si la memoria funciona no es difícil imaginarla en su salon del Waldstein tendiendo al Kanzler Metternich, en presencia de la corte al completo, la pluma ya entintada para que firmara la declaración de guerra de la Sexta Coalición a la Francia de Napoleón, esa guerra que acabaría de poner del revés a la vieja Europa en el otoño de 1813. Sólo por eso ya merece la pena no morirse sin haber vuelto a Praga.





Karlbrücke o Puente de Carlos. Viene a ser el Punto G de Praga. Todo parte de aquí y todo vuelve aquí.


La autopista de Praga a Wroclaw se transforma en carretera vulgar tras algo menos de 100 km (en 2010; igual hoy llega más lejos), para dejar Chequia poco después de una ciudad llamada Náchod a la que corona un imponente castillo situado en lo alto de una loma. Náchod, hace dos siglos, era la capital del condado de Náchod, una vasta extensión de terreno donde había varios miles de vasallos, unos cuantos pueblos, algunas aldeas, el castillo que dije antes y un bonito palacio campestre llamado Ratiborschitz. Todo ello componía la segunda propiedad, en orden de importancia (poco más de 100.000 hectáreas), de la Duquesa de Sagan. Estaba enclavada en la parte de la Alta Silesia que Austria conservó tras la Guerra de los Siete Años, la que le costó salir definitivamente del resto de la Alta y de toda la Baja Silesia, las cuales pasaron a ser parte de Prusia. Con independencia de que las banderas en los mástiles fueran la prusiana o la austriaca, en más de la mitad de Silesia se hablaba checo y en la otra polaco (hoy sólo se habla checo en la mínima fracción que forma parte de Chequia; el resto es Polonia). La dueña del condado, la Duquesa de Sagan, podía tenerse por austriaca cuando le convenía, de igual modo que por prusiana cuando le venía bien (su propiedad principal, el Ducado de Sagan, estaba en la Silesia Prusiana) y hasta por rusa alguna vez que otra, pues no sólo su padre era ruso, sino que buena parte de su herencia permanecía en terreno ruso. Aún así, de todas sus incontables propiedades la que más le gustaba -en verano- era su schlossRatiborschitz (hoy Ratibořice). En el verano de 1813 no solo sirvió de residencia a su dueña y señora, sino a unos cuantos invitados de ésta, los cancilleres de Rusia (Nessolrode), Prusia (Hardenberg) y Austria (Metternich), que aceptaron reunirse allí, supuesto terreno neutral de acreditado lujo y esplendor, para ver qué les convenía más, si liquidar la tregua en vigor e ir contra Napoleón (lo que ardientemente deseaban Prusia y Rusia), o mantener la extraña paz que Austria se había asegurado tras meter en la cama de Bonaparte una de las hijas menos horrendas del Kaiser Franz von Habsburg-Lothringen (esos que aquí llamamos Habsburgo y Lorena). La Duquesa, que se presumía sería una encantadora châtelaine neutral, de neutral no tenía nada; no sólo eso: maniobró al límite de la audacia para llevarse al huerto al recalcitrante Kanzler Metternich, el cual, demostrando que más tira eso que imagináis que maroma de acorazado, terminó por aceptar que la cama de la Duquesa bien valía otra nueva guerra contra Napoleón. Así se escribe la historia y, si lo pensáis, es delicioso saber que así fue cómo sucedió, y no como nos explicaban en las aburridas clases de historia del nada imparcial Ramiro.

Ratibořice merece las tres horas de abandonar la carretera, remontar el camino que discurre junto al Upá (un río precioso), llegar al château, tragarse una cierta cola (hay que llevar coronas checas; 'no card credit, no euros', avisan cuando ya estás dentro) y tras eso recorrer, acompañados de una guía tan desconfiada como antipática y que no deja hacer fotos, las estancias de la Duquesa, donde destacan la biblioteca y el llamado 'salón de soberanos', donde los tres cancilleres se peleaban a gritos (es que Hardenberg estaba como una tapia) y la duquesa, para calmar ánimos, de vez en cuando les servía té, para lo cual necesitaba inclinarse bastante, cosa peligrosa si se luce un escote de los que ni Anita Obregón osaría ponerse. El medio château reservado a la Duquesa de Sagan merece a todas luces sufrir las penalidades que sean menester. El otro medio, dedicado a la familia Schaumburg-Lippe (lo compraron a sus herederos tras su muerte en 1837), es tan anodino como cualquier museo familiar bien conservado, así que vosotros veréis si os sobra o no la media hora que cuesta verlo.




La carretera entre Ratibořice y Wroclaw (la Breslau de los prusianos) puede ser apasionante o exasperante, según os la toméis. Las vistas, los paisajes y la carretera en sí misma son maravillosos, pero los innumerables pueblos se cruzan como se cruzaban los españoles en los 70's, con semáforos, socavones, obras cada dos por tres y toda clase de camiones rodando a dos por hora y disfrutando lo indecible al hacer el amor a los infelices turistas españoles que marchan detrás.  Tras ese supremo disfrute, o espantosa pesadilla (según puntos de vista), estaréis en Wroclaw, una ciudad menos horrible de lo que sin duda pensáis (las guías turísticas no suelen tratarla bien). De hecho, y gracias a los alemanes que en gran número la asaltan los fines de semana, se transforma muy deprisa en un centro cultural-comercial de cierto nivel, pero aún así no deja de ser una ciudad sin alma. Lo explico: habiendo sido prusiana hasta febrero de 1945, los acuerdos de Yalta dieron lugar a que los habitantes recalcitrantes (por no haberse ido o no haber perecido; la toma de Breslau fue tan atroz como la de Stalingrad), si no podían demostrar su polaquidad, eran echados sin contemplaciones a la que ya se iba llamando DDR, para ser sustituidos por polacos a su vez expulsados de las tierras situadas al este de Brest-Litovsk, que habían pasado a ser de soberanía rusa (hoy forman parte de Bielorrusia y de la propia Rusia). Esos polacos desconcertados, pero aún así explicablemente deseosos de sobrevivir, se las vieron con una ciudad en ruinas pero donde los edificios más grandiosos y más antiguos sobrevivían en condiciones de ser reparados. Breslau-Wroclaw, al igual que Varsovia, fue reconstruida a toda velocidad aunque al estilo comunaka, el cual consistía en retirar las viejas paredes (salvo algún muro de carga que pudiera conservarse), elevar tableros de hormigón prefabricado donde antes había piedras centenarias, darles una capa de pintura de color adecuado (según lo que se estuviera 'reconstruyendo'), pintar más o menos a mano unas rayas en simulación de juntas entre piedras o ladrillos, y ¡voilá!, he aquí la cosa reconstruida. Es de reconocer que mejor es esto que nada, y que una reconstrucción de verdad, como la que hicieron los alemanes con la Frauenkirche de Dresden, lleva lustros y cuesta burradas, pero no deja de dar cierta grima comprobar que quizá tres cuartos de la Wroclaw monumental (y cinco sextos de la ciudad vieja de Varsovia) son trampantojo. De ahí lo del 'alma'; no es posible tenerla cuando las viejas piedras no te dicen nada, porque ni son viejas ni son piedras, y además evocan una cultura, la prusiana, que se fue de allí, de muy mala manera, un poquito antes de que naciéramos nosotros.

Por lo demás, Wroclaw es una ciudad no muy limpia, no muy bonita y muy poco alegre, salvo los fines de semana, cuando los alemanes vienen con la juerga y con los euros. Aún así, merece un par de noches en alguno de los excelentes hoteles del centro, donde si se busca bien se da con ofertas de 4* y 5* a menos de la mitad de un parador nacional fuera de temporada (los polacos, no lo dudéis, han entendido las implicaciones de La Crisis; quizá por eso crecen al tres y pico por ciento, su desempleo no sube del 12%, su deuda está muy bien sujeta, en todos sus aeropuertos aterrizan aviones, cuidan hasta del último euro que les llega de la UE y la inmensa mayoría de sus jóvenes tiene curro; igual es que lo están haciendo un poquito mejor que aquí, ¿no os parece?).





El camino de Wroclaw a Kraków (Cracovia) es una autopista. Más o menos hacia la mitad hay una gran ciudad industrial (Katowice) dedicada al último de sus santos -Jana Paula II, le llaman allí- que por fortuna no hay que cruzar; casi justo tras ella, y si se disfruta un estómago blindado, se puede dedicar unas horas a la madre de todos los horrores: Auschwitz.

Auschwitz, en realidad, sólo es el topónimo alemán de un poblachón bastante feo al que parece abrumar el horror que desprende su vecindad. Se llama Oświęcim, y a primera vista nada hace sospechar que en sus alrededores se levanta el espectro de lo que las SS denominaron Auschwitz I. Debo aquí explicar que Auschwitz fue un conjunto de tres campos; el I, más antiguo y pequeño, es el de Oświęcim; se conserva entero, gracias a que hace años se transformó en un museo del horror. El II, muchísimo más grande, es el que aparece en las películas; no está en Oświęcim, sino en Brzezinka (Birkenau en alemán), un pueblo cercano. El III, más pequeño (Monowitz en designación alemana), no dice gran cosa, pues era un conjunto de talleres y almacenes. Los internados 'vivían' en el II y trabajaban en el III; cuando se construyó el II  las SS reservaron el I como centro administrativo y coordinación de la red de campos polacos, así como de investigación 'científica y policial'. 

El I, bien conservado y mantenido, transpira espanto, pero es preciso estirar los sentidos para percibirlo, porque los edificios no son hostiles, ni las diferentes áreas del museo persiguen otra cosa que informar, explicar el universo de horror que fueron no sólo el complejo Auschwitz, sino los ochenta y tantos campos conceptualmente similares aunque de menor tamaño que se desplegaron en el Reich y en la mayoría de los países ocupados.

En el II, Birkenau, el horror deja de ser aséptico-pasivo y te golpea en las tripas si no en los huevos según paseas entre los barracones, visitas los que se han conservado (los más antiguos de ladrillo y piedra; los más modernos, de madera) y alucinas al pensar que unos humanos hayan sido capaces de hacer a otros humanos lo que aquellos seres de negro hicieron a otros por el mero hecho de que sus razas, sus costumbres, sus preferencias o sus aficiones (no sólo hubo allí judíos; también gitanos, y homosexuales, y comunistas) no les gustaban mucho. Sólo tras recorrer entre náuseas el espanto de Birkenau se llega a comprender el verdadero significado de Vernichtungsläger (campo de exterminio), a mi entender la más espantosa palabra del en general estupendo idioma alemán.

Antes de Auschwitz pensaba que mi estómago de niño pobre  criado en la dictadura franquista podía con todo. Bien, pues no. Con Brzezinka-Birkenau no pudo. Allí, entre las retorcidas vías del ferrocarril por donde llegaban las cotidianas 'remesas', se quedó no ya mi comida de aquel día, sino probablemente mi primera papilla. Por primera vez en mi vida, no fui capaz de digerir tanto y tan espantoso Horror.

Panorama de Birkenau (tomada de Wikipedia)
Birkenau: puesto de mando y control
Birkenau: puesto de mando y control
Birkenau: barracones ´modernos'
Birkenau: interior de un barracón
Auschwitz: 'El trabajo os hará libres'
Auschwitz: puesto de mando (hoy es el museo principal)
Auschwitz: paredón de fusilar (antes de las cámaras de gas)
De Auschwitz a Cracovia (Kraków) hay poco más de una hora, tiempo insuficiente para volver a tener buen cuerpo, pero basta con empezar a ver los innumerables campanarios de esta prodigiosa ciudad para que te sientas de nuevo en forma. Yo ya conocía Cracovia, porque mi hija polaca es de allí, pero mi mujer no; a eso se debe que nos desviásemos un poquito de los azarosos pasos de la Duquesa de Sagan.

Si alguien me pidiera una lista con las diez ciudades europeas más hermosas, de ningún modo me olvidaría de Cracovia. No sólo por ser divina, sino porque a causa de una sorprendente concatenación de milagros ha salido indemne de todas las guerras. Por sus alrededores han pasado austriacos, prusianos, alemanes, suecos, franceses y rusos, pero siempre se han limitado a acariciarla -y los jefazos a dejarse acariciar-; es como una de esas bellísimas cocottes que se las apañan sin problemas para que incluso al más feroz de los guerreros se le caigan los pantalones si deciden guiñarle un ojo.

Pese a ser de las más fascinantes ciudades del planeta tiene sus lados oscuros; por ejemplo, aún no ha conseguido limpiarse la mierda de siglos que afea buena parte de sus monumentos y edificios más antiguos, y a ciertas horas de la mañana huele bastante mal, a una mezcla indescriptible de pis de caballo, estiércol reciente y pescado nada fresco, pero todo se le puede disculpar según se deambula sin prisas por su centro, por los parques acariciados por el Vístula y por la gran fortaleza de Wavel, su icono turístico por excelencia y que, curiosamente, quizá sea lo que menos vale del conjunto. Es una ciudad para caminársela si no pateársela, pero a diferencia de Praga aquí no es necesario llevar puesto un 'background' histórico-cultural. Cracovia es como una de esas mujeres hermosísimas a las que pondríamos un piso sin siquiera preguntarle si sabe leer y escribir; no les hace falta. 

Las fotos que os muestro son tomadas al azar por las calles de Cracovia. Existen miles de guías, empezando por Internet, donde podréis apreciar la espectacularidad de sus monumentos, así que las mías me las guardo. Prefiero haceros cómplices de lo que se respira por sus calles.  


Plaza Mayor al anochecer (no recuerdo cómo se llama)
Panorama desde el Vístula
No abundan, y además tocan (y cantan) muy bien.
En el centro de la Plaza Mayor; tiene cinco siglos y es la más antigua galería comercial del continente
Ningún lugar del mundo es mejor para comprar un ajedrez ruso que Cracovia
Ejemplo (derecha) de la cracoviana standard
Esto te lo encuantras por todas partes
Esto, ni antes ni después en una semana en Polonia; en los kioscos no hay revistas con desnudos, 
lo que demuestra que aquí no ha terminado de llegar la prodigiosa cultura occidental
La muralla que flanquea el Kazimierski (barrio judío) es una exposición permanente de pintores nada malos
Alumnas indígenas del conservatorio (la violinista de la izquierda, un prodigio; en serio) sacándose unos euros; 
supimos que lo eran porque tras apostar (a que sí) con la jefa (que no) ésta les preguntó (en inglés) de dónde salían
La tracción semoviente no es aquí como en occidente; aquí los caballos van a escape libre, y así está el suelo
Ejemplo de cochera encantadora; las mujeres, aquí, no se mosquean si las fotografías (ni te piden propina)
Marchando a Varsovia desde Cracovia hay una parada de cierto interés: Częstochowa. Es una ciudad no excesivamente grande que viene a ser para Polonia lo que Guadalupe a México, Lourdes a Francia o Fátima a Portugal. Imaginábamos que sería una especie de Fátima, toda llena de limosneros lamentables orbitando el santuario sobre sus rodillas ensangrentadas, pero no. En Polonia, peregrinar a Częstochowa viene a ser una fiesta campestre. El santuario, en sí mismo, no vale nada, pero los alrededores, donde se congregan las innumerables expediciones según esperan su turno para postrarse ante la imagen, son para no perdérselos. La pauta común es que se va en grupo, que si la edad no es excesiva se hace de uniforme (nada de boy scouts; cada escuela luce la librea que le da la gana) y que siempre hay un cura con sotana. También hay un jefe de expedición (o eso nos pareció), de modo que la figura del cura quizá equivalga a la de un comisario político. En cualquier caso nadie muestra la hostilidad propia de los que acuden a la escéptica Lourdes; los peregrinos polacos, evidentemente convencidos de su fé, no se molestan si les fotografías, o al menos no si lo haces a cierta distancia; les da igual que la otredad les pueda considerar sujetos dignos de análisis antropológico; ellos van a lo suyo, son felices así y, como diría Hamlet (o quizá fuera su padre), el resto les parece silencio.



Varsovia es una ciudad desordenada, caótica, no muy limpia pero incontrolablemente viva. Sus habitantes se llevan con los de Cracovia como los de Madrid con los de Barcelona. Pudiera ser porque si a Cracovia siempre la respetaron los cañonazos y las bombas, Varsovia ha sido despanzurrada tantes veces que cuesta encontrar una casa que pueda presumir de haber cumplido doscientos años. Las dos últimas laminaciones fueron las más espantosas; la de 1831 vino precedida por una devastadora epidemia de cólera, y culminó cuando un ejército ruso conducido por un general que había llegado al mando de rebote (a su antecesor se lo llevó el mismo cólera), Ivan Paskewit­sch-Erivanski, le puso sitio. El buen hombre pronto decidió que andarse con miramientos ante la ciudad sublevada podría ser malo para su salud (los zares eran muy peligrosos), de modo que ordenó cerrar las puertas de la urbe, pegarle fuego y coser a cañonazos a los que pretendieran escapar; con aquello Varsovia quedó reducida a no mucho, aunque 113 años después no tenía muy mal aspecto. Ahí, para su desgracia, los partisanos impacientes, sabedores de que otro general ruso, Konstantin Rokosovsky, se hallaba en el otro lado del Vístula, decidieron sublevarse contra una Wehrmacht en retirada que no estaba para bromas. El resultado fue una nueva devastación, aún más integral que la de 1831, ante la impasible mirada de Rokosovsky, el cual sólo se decidió a cruzar el Vístula cuando los incendios se habían extinguido por no quedar nada que pudiese arder. 

Al poco de acabar la guerra los polacos se pusieron a reconstruir, aunque ya os expliqué cómo. A eso se debe que la encantadora ciudad vieja se parezca más a un decorado de teatro que a una población milenaria, aunque también es verdad que muy pocos de los incontables turistas llegan a darse cuenta. Por lo demás, Varsovia se ha estratificado de un modo que sorprende; además de la chirriante ciudad vieja existe el 'centro ruso' (el de la ciudad moderna, donde se alzan espantosos rascacielos 'a la rusa' que hacen daño a la vista), el nuevo 'centro de la UE' (infectado de edificios 'a la última' que han debido costar la hijuela) y el proyecto inconcluso de una gran área expansiva que algún día se construirá sobre las bien borradas cenizas del ghetto judío, tan irreconocible que ninguna guía urbana dice dónde está, o dónde estuvo (nada, por otra parte, que dos euros no puedan resolver, pero esa es otra historia). 

Varsovia, en suma, es una ciudad que hay que ver, aunque no se tengan muchas ganas. Sorprende, eso sí, que siga estando  reñida con el gran río, el Vístula (le da un resguardo de casi tres km.). No llegamos a saber por qué se llevan tan mal. Mi mujer, ingeniera, apuntaba riesgos de inundaciones, pero no da el aire de un río que se desborde a menudo, por haber mucha central hidroeléctrica aguas arriba. Quizá sea, pienso para mis adentros, que como viene de Cracovia los de Varsovia no lo pueden ni ver. 

Esta y las anteriores son de la Ciudad Vieja
Ese día se conmemoraba el alzamiento contra la Wehrmacht;
véase como de feliz estaba el yayo con su MP-38
Era una sucesión continua de 'partidas' desfilando, todas con su cura
Obsérvese la cara de mal café de la monísima partisana, por demás puesta en su papel
Estas tres son de la ciudad vieja al atardecer, la hora del Martini con vodka (meneado, no centrifugado)
 mientras se hacen con el télex las últimas fotos del día y se decide dónde se cenará esa noche
Jawor (la Jauer prusiana) es un pueblecito algo apartado del camino entre Varsovia y Żagań (la Sagan de los prusianos), aunque merece la pena desviarse para verla. Debo advertir que no tiene nada en absoluto, salvo una preciosa iglesia luterana, las cuales son ciertamente raras de ver en la ultracatólica Polonia. Ésta, además, es rara de por sí, tanto que justifica dedicarle una hora entre buscarla, perderse, encontrarla y extasiarse. Allá por el 1740 y pico el rey de Prusia, Friedrich der Grosse, tras hacerse con Silesia decidió que necesitaba colonos prusianos que se establecieran allí, pero la oposición de los campesinos polacos, acaudillados por sus irreductibles sacerdotes, le llevó a pactar un compromiso, según el cual la Iglesia polaca miraría para otro lado si se comprometía a no construir más de tres iglesias en el conjunto de Silesia, y éstas, por si fuera poco, habrían de ser enteramente de madera, sin piedras, sin cimientos y sin clavos. Debían pensar que con eso decían que no a su Rey aunque de un modo elegante, pero no conocían a los ingenieros militares prusianos, los cuales, poco menos que de la noche a la mañana, levantaron las estructuras de las tres maravillas de la arquitectura contracuras. Hoy en día sólo sobrevive una, aunque en perfectas condiciones. El milagro no sólo se debe a que constituye lo único que desvía turismo a la tristísima Jawor, sino a que el mantenimiento lo paga la BRD. Para nosotros supuso un buen rodeo, de varias horas, pero mereció la pena. 

Sin cimientos
Sin piedras
Y sin clavos
Jó, tú...
Żagań es un pueblo de unos 15.000 habitantes. Se levanta en un paraje idílico a orillas del río Bobr (afluente del Oder), cerca de la frontera de la BRD (menos de 90' a Berlín). Hasta primeros del XIX era un poblachón sin nada, salvo un palacio-fortaleza magnífico, edificado por Wallenstein (afamado mercenario de la Guerra de los 30 Años). La comarca entera (unos 125 kilómetros cuadrados), media docena de aldeas, el propio Żagań (que por entonces se llamaba Sagan) y el palacio Wallenstein pasaron a ser propiedad del cauto Duque de Kurland, que ya veía cómo la encantadora tía de su mujer, la Zarina Catalina la Grande, cualquier día se quedaba con su ducado, cosa que acabó por suceder, si bien la Zarina, dando prueba de que las antiguas princesas prusianas eran elegantes de verdad, en vez de expropiárselo a las bravas le pagó un dineral y le permitió usar su título mientras viviera.

El buen duque dejó de fumar en 1800. En su testamento repartió sus bienes entre tres de sus cuatro hijas (a la tercera la desheredó por pendón); a la mayor, Kateřina-Wilhelmine, le correspondió la parte del león, el ducado de Sagan y el condado de Náchod. También, y por concesión especial del rey de Prusia (padecía una enfermedad que nosotros conocemos bien, la del déficit, y el Duque de Sagan era un excelente prestamista), recibió el título de Duquesa de Sagan, lo que dio lugar a grandes desmayos y regulares cabreos, pues en las normas de los reyes de armas prusianos se decía con rotundidad que las hembras miserables no tenían derecho a heredar títulos de duquesas, pero todo eso se lo pasó nuestra heroína por donde se pasan esas cosas las mujeres que de verdad valen la pena. Así comenzó una vida de duquesa libre, independiente e intrigante que se podría resumir en que jamás dejó de hacer lo que le dio su ducal gana.

Sagan, en vida de la duquesa y de sus herederos, prosperó más de lo usual en la Silesia polaca. En 1945, por ahorraros detalles administrativos, seguía siendo propiedad de los sucesores de la duquesa, los duques de Talleyrand-Sagan, pero sabido es que Stalin pasaba de los títulos nobiliarios.Żagań se desprusianizó a toda velocidad, y el hueco que dejaban sus apesadumbrados habitantes pasó a ser ocupado por polacos del Este, mucho menos cultos aunque sumamente católicos, cuya primera medida fue cargarse las iglesias luteranas. Si ya casi todo eran escombros, pues unos cuantos más. El tiempo fue pasando, llegó 1989, luego la entrada en la UE y con eso, ¡oh maravilla!, el regreso de los alemanes. Los míseros habitantes de Żagań comenzaron a no mosquearse al leer Sagan, y así fueron metabolizando una historia, la del Żagań prusiano, que sin hacerla suya por lo menos la contaban como si lo hubiera sido. En eso siguen, desarrollándose con ayuda de la BRD y evocando cada día un poquito más a las dos Duquesas de Sagan cuyos restos yacen en su espectral Iglesia de la Santa Cruz, la primera (Kateřina-Wilhelmine) y la tercera, su hermanastra Dorothea (o Dorothée).

Żagań, de propina, es famosa por algo más; os supongo enterados de que una vez hubo una película llamada 'La Gran Evasión', donde los principales protagonistas eran Steve McQueen, un túnel llamado Harry y una moto BMW como la de Vicente. Se basaba en hechos reales, y el primero era que el pueblo cercano al Stalagluft III era Sagan; el segundo, que si bien el campo ya no existe, el túnel Harry sí existe. Se conserva en todo su esplendor, de modo que si alguien tiene el capricho de recorrerse a gatas sus 70 metros lo puede hacer a cambio de €20; redondeando el guiso a su lado existe un interesante museo de tanques, de modo que los aficionados a la WWII se lo pueden pasar en grande, aunque no les recomiendo que lo hagan sin antes pasarse por aquí:



Es el famoso palacio Wallenstein. Va por 400 años y de su calidad de construcción dan fe los cientos de impactos directos, a medias de la Wehrmacht y del Ejército Rojo, que coleccionó en el invierno de 1945. El Pacto de Varsovia montó aquí su cuartel general de la zona, lo que justifica el que cuando el último soldado ruso se marchó en 1996 no quedaran ni las telarañas. Hoy no es que haya mucho más, al menos que recuerde que una vez residió aquí una de las más fascinantes europeas de todos los tiempos, aunque poco a poco va llegando algo. Lo suficiente como para que ya merezca la pena darse una vuelta por aquí.


Es la iglesia de la Santa Cruz. Horrenda, sin paliativos, pero el mobiliario interior, milagrosamente preservado, es prodigioso. La principal maravilla, no obstante, es el discreto mausoleo donde reposa la Duquesa de Sagan.



No pudimos acercarnos más ni situarnos centrados. De haber estado mejor de tiempo habría intentado sobornar al cura maldito -cuando menos iba de sotana- que con el peor de los gestos y casi a gritos nos prohibía quedar bien con la Duquesa -¡No photos! ¡No camera!, con fuerte acento de Mongolia-, pero el caso era que andábamos peor que justos para llegar a Tegel tras cruzar Berlín, a fin de que mi mujer no perdiera el avión. Así, falsamente resignados (estábamos avisados de que los sacerdotes polacos son una subespecie muy peligrosa), aparejamos dando todo el trapo y pusimos proa a la BRD a nuestro mejor andar.

La BRD es dos tercios de España, tiene poco menos que el doble de habitantes y circulan por sus autopistas, que son muchísimas, entre seis y siete veces más coches y camiones que por las nuestras. Que la BRD es un gran país del que deberíamos aprender se manifiesta en que, pese a eso, por sus autopistas se mata menos gente que por las nuestras, y encima en valores absolutos, no proporcionales. La explicación es sencilla: en las autopistas alemanas cada cual va como le da la gana; en las nuestras, ya sabéis. En la BRD sólo montan radares donde se sabe que los accidentes se acumulan; en España, donde más desprevenido se pueda pillar al incauto que se despista. En la BRD se pretende reducir el número de jornadas de trabajo perdidas por accidente; aquí, recaudar para engordar los fondos reservados del Ministerio del Interior, con los que se pagan las gratificaciones y complementos por productividad de a saber quiénes. Primera conclusión: la BRD es un gran país, de veras envidiable. Segunda conclusión: pocas cosas son más agradables que marchar bien por encima de los 200 a la hora y ver que te pasan hasta las viejas. Gracias a eso llegamos a Berlín con tiempo suficiente de comer algo ligero en nuestro rincón favorito desde hace muchos años: el Salón de la Opera, cuya terraza se abre al lugar más bonito de la ciudad, el Prinzessinen Garten (Jardín de las Princesas). Desde la terraza se divisa uno de los más hermosos monumentos del viejo Berlín, el Cuerpo de Guardia. En la foto podéis ver su frontispicio flanqueado por dos de los más heroicos soldados de la historia prusiana, Scharnhorst y Bülow. Es enternecedor que no pudiéndose tragar en vida marchen juntos y a la par al largo de la eternidad.


Aquí nos despedimos de vosotros. Con el coche parado en absolutamente prohibido (motor en marcha y cuatro intermitentes; en descargo debo decir que era domingo y apenas había coches), el policía de tráfico (una prusiana guapísima de casi dos metros) en vez de crujirnos de un multazo nos sacó esta foto con una sonrisa en la que cabríamos los dos. Así van ellos y así vamos nosotros.


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